Cuarto o quinto día
seguido que veo a la misma señora de como 80 años sentada en la silla, su
esposo sufre de cáncer, está hablando con otra mujer de la misma edad, su hija
acaba de salir de una operación difícil, están esperando que se recupere. Hablan
a pesar de lo diferente de sus circunstancias la edad las une.
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La sala de espera de terapia intensiva debe ser uno de los lugares más extraños
en donde he estado sentado. En algún momento, el aburrimiento le gana a
la preocupación, y uno se vuelve una especie de autómata tratando de acomodarse
en la “ergonómica silla”, la maldita silla de acero con hoyitos. La silla no se
hace más cómodas con los días, no hay manera de acomodar la espalda, de sentir
al menos un poco de comodidad.
Mientras el aburrimiento reina en esa habitación, en la de al lado la vida y la
muerte juegan ajedrez. Una joven mujer está esperando que su esposo salga de
una operación de emergencia, al hombre lo aplasto el portón de la puerta de su
casa. Ella no hace sino llorar, está desesperada, el azar la trajo aquí. A veces
la vida de alguien se apaga en un accidente, no por odio, ni por las dificultades
de la vida, si no por el más puro azar. Quizás detrás de la puerta de terapia incentiva
no se juega ajedrez sino que se juega a los dados.
Las paredes son de un blanco tan pulcro como la nieve misma, la idea es que te
calmes, te quites el estrés de saber que justo en la habitación de al lado
están tratando de resucitar a aquel que amas.
Para pasar a esa habitación donde se arrojan dados, hay que cumplir un
protocolo riguroso, protocolo solo ignorado por los médicos de guardia: tienes
que ponerte una bata azul, limpiarte las manos con antibacterial, montarte un
absurdo sombrero de papel, recordar que solo puede entrar una persona por paciente
y solo tienes cinco minutos para sonreír a quien viniste a ver.
Cinco minutos. Imagina por un instante que te acaban de decir que el amor de tu
vida está muriendo y solo puedes pasar a verlo cinco minutos tres veces al día.
Solo quince minutos al día, y en cualquier momento la Parca puede iniciar su
guardia, como dije: del otro lado de la puerta la vida y la muerte no juegan
ajedrez si no a los dados.
La mayoría del día, lo único que tienes es la televisión, y en un canal al azar
que nadie está interesado en ver. Intentar cambiar el canal termina siendo un
ejercicio de tolerancia, ponerte de acuerdo con otras seis personas
desesperadas y aburridas suele ser complicado, mejor aprende a llevar un libro
siempre contigo, algo para distraerte.
Peros las sillas es lo que más se queda con uno, la curva que forman en la
espalda hace imposible que uno se siente derecho, o que te estires para tratar
de dormirte al menos por unos minutos. El acero suele enfriarse por el aire
acondicionado empeorando el frio que el estrés y mismo aire generan, pareciera
que la clínica quisiera que uno se fuera, que salieras del hueco donde te
entierras a esperar que los hados decidan qué hacer con los que están del otro
lado de la puerta.
He visto momentos de felicidad, cuando a un hombre le avisan que su esposa y
bebe sobrevivieron a un parto complicado, no se puede describir la felicidad en
sus ojos, como si todo en el universo volviese a tener sentido en un instante,
en un simple “están bien”. Y allí se ignora a los compañeros de
sillas y se es feliz.
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La octogenaria que espera por su esposo, sigue hablando con la anciana que
aguarda por su hija. Aunque antes de hoy no se conocían, ambas son inmigrantes,
de Tenerife, de la misma calle frente al muelle. El mundo es muy chiquito,
comparten cuentos sobre las frías playas, playas obscuras “porque esta noche no
alumbra la farola del mar”. Comparten sobre su infancia, sobre playas de
piedras desconocidas para mí. La casualidad le regala una sonrisa al ambiente.
Hay una mesita con revistas, son revistas viejas. Mientras el país, saca la
mitad de una sonrisa por navidad, las imágenes de HOLA siguen en las playas de un
verano ya pasado. Probablemente ha pasado mucho desde que las actualizaron,
quizás ya no piensen volverlas a actualizar.
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He pasado un par de navidades en la sala de espera de terapia intensiva. Es
triste estar sentado en esas sillas mientras afuera la ciudad celebra, es lo
más cercano a una tortura legal que he sufrido. Se pueden escuchar los
cohetones de la calle y ver los fuegos artificiales, mientras la televisión sigue
en aquel canal indefinido.
Contrastar el ambiente festivo de la calle, que trata de olvidar por 24 horas
todos sus problemas con el de esta sala, no hace más que amplificar mi dolor.
Es normal que quienes estemos aquí sentados no podamos olvidar nuestros
problemas, nuestro dolor está detrás de una puerta de cristal, allí al lado,
esperando para empeorar.
Pero la fecha nos devuelve un poco de esperanza a los que por momentos la hemos
perdido. No es raro, tanta felicidad en la calle se contagia, quienes están en
la sala hacen lo posible para reírse, quieren sonreír ya que todos alrededor lo
hacen, tratan de sobrevivir.
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Las sillas no se hacen más
cómodas con las horas, ambas ancianas se ven durante semanas, hasta que un día
la hija sale de terapia. El esposo con cáncer aún vive pero esta delicado. La
ruleta sigue girando.
La mujer joven de la silla
del medio deja de venir, nunca nos dijo que paso con su pareja. Solo
desapareció. Probablemente algún otro accidente ocupe su puesto, alguien más
leerá las revistas viejas. Otro alguien vera las fotos de la revista HOLA de aquel
lejano verano.
Las sillas seguirán siendo de acero.
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